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Manifiesto Editorial
Vivimos en
una época en la que el interés por el pasado (lo que también incluye a la
llamada “historia del presente”) ha crecido hasta alcanzar las dimensiones de
mercado de masas. “L’uso pubblico della storia”, como llamó a este fenómeno el
historiador italiano Nicola Gallerano, no cesa de extenderse, en sintonía con el
desarrollo de los medios de comunicación, las nuevas tecnologías, las memorias,
las necesidades de identidad, los movimientos sociales y los gustos culturales
en general. Parece cumplirse inexorablemente aquella premisa, que Fredric
Jameson y David Lowenthal expusieron hace más de dos décadas, de que el
desarrollo de la cultura de masas y la mercantilización alumbran el surgimiento
de una nueva “nostalgia”, una tendencia a mirar al pasado que no se detiene en
límites cronológicos, fronteras geográficas, temas, soportes culturales y formas
de expresión, sino que los abarca a todos. En cierto sentido la omnipresente
expresión “memoria” – y su opuesto, “olvido” – han venido a cubrir la necesidad
de nuevas y cada vez más variadas formas de evocar e identificarse con el
pasado. Para los historiadores y los estudiosos de lo histórico esta nueva
situación representa un desafío inusitado, aunque también una gran oportunidad.
En este
terreno inestable, donde el interés por la historia y la amnesia parecen
hallarse en continua tensión, no resulta forzado preguntarse una vez más – quizá
deba formularse la pregunta con más insistencia que nunca – qué papel debe jugar
la disciplina histórica y cómo pueden mejorar sus capacidades de investigación.
Ésta es la razón principal por la que nos hemos lanzado a la aventura de la
publicación de Historiografías, revista de historia y teoría, una revista
semestral electrónica dedicada a los estudios historiográficos y a la teoría de
la historia. En una cultura como la actual, donde el recuerdo y la conmemoración
poseen una ubicuidad inusitada – se ha llegado a defender que “cada grupo es su
propio historiador” –, incluso puede ser una tarea necesaria y urgente la de
insistir en la importancia de la reflexión historiográfica. ¿Debería ser vista
la historiografía, quizá, como un mero producto de las pretensiones de
legitimación de un saber institucionalizado – los estudios históricos –, según
postulan ciertos autores procedentes de las filas del postmodernismo?, ¿o acaso
quedar reducida a una de las muchas formas que adopta la actividad memorial – a
una peculiar “memoria erudita”? No creemos que mezclar historiografía, cultura
histórica y memoria, como se deduce de estas hipotéticas preguntas, sea la
respuesta más adecuada.
Si
renunciamos a posiciones maximalistas (aquéllas que disuelven la escritura de la
historia en otras “narrativas” y minusvaloran el trabajo del historiador),
estaremos también de acuerdo en que la respuesta a la pregunta antes formulada –
el porqué de la importancia o prioridad de la historiografía – sigue siendo
esencialmente la misma que la que han dado generaciones de autores desde que
hace más de cien años surgiera la profesión de historiador y se inventase el
género de la epistemología histórica. Así podríamos subrayar que el interés por
el estudio historiográfico no sólo sirve para dar sentido a nuevos temas y
paradigmas, sino que actúa como elemento de identidad intelectual y profesional
entre todos aquéllos a quienes interesa la investigación histórica. No ha
perdido validez aquello que Marc Bloch escribiera al comienzo de su Apologie
pour l’ histoire cuando reivindicaba la necesidad de explicar cómo y por qué
el historiador practica su oficio – eso sí, según aclaraba él mismo,
entendiéndolo como “ciencia en movimiento” y, por lo tanto, abierta a otras
disciplinas. Es cierto que tanto la cultura histórica actual como los actuales
paradigmas científicos no conocen de compartimentos estancos, y que el ideal de
la interdisciplinariedad alcanza a extremos que ni siquiera los autores más
audaces habrían sospechado en aquella época. Tampoco hoy en día el alcance de
las memorias es el mismo que pudo tener para Marc Bloch – amigo y contemporáneo
de Maurice Halbwachs, teórico pionero del concepto de “memoria colectiva”: hoy
se reconoce sin dificultad que la memoria, cuyo estudio no es monopolio de los
historiadores en absoluto, también forma parte de algún modo de la escritura de
la historia o mantiene relaciones fluidas con ésta. Por su parte, la escritura
de la historia – se asegura igualmente – nunca ha sido ajena a la opinión
pública; el propio interés que suscitan las representaciones colectivas difumina
las líneas de separación entre la historiografía, la investigación social e
incluso la teoría y la creación artísticas – de ahí el auge de los llamados
“Cultural Studies”; existe, en fin – apuntan ciertos autores –, un cine
experimental que aspira a asemejarse a la investigación histórica (una
comparación entre géneros que parecería herejía en boca de un autor de la
generación de Marc Bloch).
En realidad,
todas estas constataciones deberían servir para declarar la prioridad de la
epistemología histórica y defender su razón de ser: además de la propia
actividad investigadora, las más importantes garantías de la escritura de la
historia, las que distinguen el “conocimiento histórico” de la “memoria”, siguen
siendo el estudio de la teoría y de las formas que adopta dicha escritura.
Aunque el carácter público es inherente a la escritura de la historia, no todos
los “usos públicos” del pasado son iguales. En el terreno de la epistemología
los hay “centrales” – los relacionados con la investigación y la enseñanza – y
los hay “periféricos”, esto es, aquéllos en los que predomina el recuerdo y la
conmemoración. Ahora bien, los estudios de teoría e historiografía son los que
deben ayudar a entender la importancia que, para el conocimiento histórico,
tienen estos usos memoriales – examinando, por ejemplo, qué valor posee, en la
cultura actual, la multiplicación de soportes para la memoria y para la
información histórica –, y no al contrario, no reducir la historiografía a un
mero aspecto de la memoria. Esta conclusión quedaría sin efecto sin poner el
acento, al mismo tiempo, en que la historiografía se ha convertido en un terreno
plural de límites borrosos. El vocablo “historiografías” nos ha parecido,
justamente, el más adecuado para expresar esta situación. No quisiéramos, sin
embargo, que el título en plural se interpretase como un intento de identificar
la escritura de la historia con una suerte de caleidoscopio de las memorias, o
una afirmación de relativismo absoluto. Está lejos de nuestra intención, por lo
tanto, el elegir el plural para concluir que el estudio de la teoría y la
historia de los escritos históricos deban ser sobrepasados por el uso memorial
del pasado, un tema que consideramos inevitable, pero no el más importante. Sin
embargo, el hecho de declarar la prioridad de la teoría historiográfica no agota
los retos actuales.
La llamada
“historia de la historiografía” – un terreno surgido de los cambios culturales
de comienzos del siglo veinte con muchos antecedentes – todavía hoy se resiste a
ser considerada como una especialidad más de los estudios históricos, a pesar de
que el Comité Internacional de Ciencias Históricas ya la reconoció como un
terreno académico a comienzos de los años ochenta del siglo veinte. No faltan
razones que explican esta paradoja. Si como dijo Arnaldo Momigliano a la
historia de la historiografía se la considera el colofón del historicismo – esto
es, de una concepción de la historia basada en una idea de progreso
unidireccional – entonces, será muy difícil extender, hoy en día, su alcance.
Una historia de la historia, desde la Antigüedad hasta el siglo XX, entendida
sólo como una “teleología” de métodos y temas, o como una vista de conjunto del
progreso de los estudios históricos, es difícil que pueda hacer grandes aportes
en una cultura como la actual, en la que predominan las rupturas, las
discontinuidades y la globalización (excepto para mostrar, quizá, de qué modo
las ideas y los paradigmas cambian con el paso del tiempo). No faltan quienes
hablan de la existencia de una crisis de dicho dominio, constatando, como ha
ocurrido de hecho, que no se han confirmado en absoluto las expectativas que se
alcanzaron para el mismo en los años setenta y ochenta. Pero ¿acaso esas
expectativas no estaban estrechamente conectadas con la diversidad de paradigmas
o modos de escribir la historia que entonces irrumpían en escena? Si eso es así,
en lugar del surgimiento de una nueva especialidad, las cosas se deberían
interpretar de otro modo: lo que habría ocurrido es que los estudios de
historiografía estarían buscando su lugar propio junto con la nueva historia
cultural y otros paradigmas emergentes. Aparentemente dichos estudios parecieron
iniciar una nueva fase en aquellas décadas, y así ocurrió hasta cierto punto. Si
la historia cultural podía transformar multitud de actividades y valores, antes
desapercibidos, en temas de investigación, era igualmente legítimo que los
especialistas en historia de la historiografía pensaran en hacer lo mismo con la
cultura histórica – yendo más allá por lo tanto del mero examen de los grandes
historiadores y de sus escritos. Sin embargo, este cambio también tuvo sus
límites, pues que es difícil desarrollar la creatividad científica en un
terreno, como el de la clásica historia de la historiografía, que dice ocuparse
de los escritos del pasado pero se olvida de los escritos del presente y de la
teoría historiográfica – o no les concede demasiada importancia –, así como de
la influencia de éstos en las cuestiones que formulan los investigadores. No es
posible explicar el actual interés por las formas y la retórica de los
historiadores y las historias del pasado sin tener en cuenta, por ejemplo, lo
que ha significado el llamado “post-estructuralismo”. En cierto sentido, tenía
razón Benedetto Croce cuando defendió, hace casi cien años, que la teoría y la
historia de la historiografía estaban estrechamente unidas.
Si mantenemos
el término “historia de la historiografía” para situar los escritos históricos
en su contexto, entonces deberemos entenderlo en un sentido mucho más amplio y
ambiguo que antaño: por ejemplo, como un substrato, es decir, como un campo de
problemas, relativo a las historiografías tanto presentes como pasadas, o un
terreno de discusión que examine los rasgos de la historiografía del pasado y
los compare con las actuales corrientes, conceptos y problemas historiográficos.
Intentar, como se ha postulado a veces, delimitar la historia de la
historiografía como una especialidad separada, soslayando otros aspectos, no
sólo va en contra de las actuales tendencias de la historia cultural – que usan
escritos históricos entre sus fuentes – y del valor de la teoría, sino que es
olvidarse de la importancia que recaba la escritura de la historia – como
elemento de identidad intelectual – entre los propios historiadores
profesionales.
Para que no
se convierta en un terreno marginal, presa de sus contradicciones, el estudio de
la historiografía debería abarcar tanto las historiografías pasadas como las
actuales formas de escritura, así como el estudio de toda clase de aspectos
teóricos, metodológicos y relacionados con la cultura histórica. Ésa esta la
razón por la cual hemos preferido denominar a esta revista con el término
“historiografías”, antes que confiar ciegamente en la expresión “historia de la
historiografía”, aun a riesgo de que alguien lo interprete como un declaración
de relativismo. Con “historiografías” queremos hacer referencia a un terreno
abierto y sin dogmatismos de ninguna clase – siempre prestos a oficiar de sumos
sacerdotes de cómo debe practicarse estudio de los escritos históricos. Nuestro
empeño es, por lo tanto, doble: 1) examinar todas las formas que ha adoptado la
escritura de la historia, sin limitaciones geográficas, culturales y
cronológicas; desde la historiografía de la Antigüedad, pasando por los
escritores medievales y renacentistas, hasta las formas que han revestido las
memorias en otras civilizaciones, así como las “modernas” formas de escribir la
historia a lo largo de todo el mundo, además de las corrientes actuales; 2)
conceder importancia a la epistemología histórica y a la teoría en general. En
suma, concebimos el estudio de la historiografía como un terreno sin fronteras,
un campo de problemas que analiza la escritura de la historia desde puntos de
vista tan variados como la historia cultural e intelectual o la historia
política y la biografía, pasando por la epistemología y la teoría social, la
antropología, la sociología y la historia de las ciencias.
Conscientes
de que el campo de la historiografía tiene importantes desafíos que encarar,
Historiografías, revista de historia y teoría desea sumarse a las
publicaciones internacionales de teoría y de estudios historiográficos – y para
ello aceptará ensayos en español, inglés y francés. Ello no es poco reto en el
panorama español, que apenas cuenta con revistas y foros de discusión teórica e
historiográfica. Dado el carácter internacional de la propia teoría
historiográfica, la referencia a la situación española debería ser pura
anécdota. Sin embargo, no queremos ocultar que nuestro objetivo es también el de
vencer las limitaciones que siempre han rodeado a la historiografía española –
debido a barreras lingüísticas y a una secular falta de originalidad y tendencia
compulsiva a la imitación –, lo que ha acarreado una idéntica falta de
originalidad teórica. Es posible que la fundación de una nueva revista no sea la
panacea del cambio en esta tendencia, cambio que, dada la situación actual de la
historiografía española, acaso ya tenga sembradas las semillas y comience pronto
a dar sus frutos. Nosotros nos conformaríamos con que Historiografías
fuera un cauce para ayudar a que esa originalidad aflorase más fácilmente.
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