LA BELLEZA:

UNA LLAMADA A LA ENTREGA RADICAL

 

        A mis 12 años la vida tenía para mí el color y el calor de una normal felicidad familiar.

       Un Madrid de final de los cincuenta intentaba desperezarse del letargo de un agosto caduco. Terminaban las vacaciones. Pero yo me disponía a comenzarlas.

       Aquel 1959 era sin duda (hoy puedo verlo con claridad) el año crucial de mi existencia.

       Abril me había dejado, como regalo de cumpleaños, algo elegido por mi inclinación constante: una caja de óleos. Al recibirla tuve la impresión inesperada y profunda de que aquel maletín marcaba mi futuro. La decisión de dedicarme enteramente a la pintura constituía la respuesta única y lógica a aquella singular llamada.

       Digo bien: para mí comenzaban unas vacaciones permanentes ¡podía trabajar en algo que me llenaba plenamente!

       Nada me hacía suponer que Alguien iba a tocar muy pronto tan en el hondón de mi ser que ya nada sería igual en adelante.

       Viví aquel momento con grande estupor, con profundo secreto, sin saber qué nombre darle y sin pretender tampoco explicaciones.

       Poco a poco aquel sentimiento que me iba inclinando hacia una fuerte vida de piedad fue formando en mi mente la idea de ser monja. No sabía exactamente por qué, y tampoco me propuse interrogantes. Para mí suponía la mejor forma de vivir exclusivamente para Aquel que se me había mostrado como el único amor.

       Curiosamente ninguna relación con comunidades religiosas, movimientos o grupos vocacionales alimentaba estas inquietudes.

       Mi vida estaba totalmente definida y volcada en el mundo de las Bellas Artes. A los 15 años hice mi primera exposición individual en una galería madrileña. Después otra y otra. Mi camino se perfilaba ilusionante.

       Pero estas aguas no apagaban el ardor de mi oculto deseo. Fueron tiempos de mucha oración, de duro discernimiento, de búsqueda de caminos.

       Por fin, como un regalo más, me fue dado a conocer un monasterio cisterciense, el de Sta. Lucía en Zaragoza. Venciendo tremendas resistencias familiares, y el dolor del desarraigo, a los 23 años me trasladé para siempre a la ciudad de Santa María del Pilar. Todo lo que sabía de la vida monástica era: nada. Pero lo que me impulsaba era: un amor radical.

       Esta pequeña historia puede parecer hoy día muy ingenua: nada de experiencias previas, nada de calcular el talante de la Comunidad, nada de estudiar si mi sicología -un tanto especial por el género de vida que había llevado- podría adaptarse a las características de aquel grupo humano.

       Pensé que tendría que dejar la pintura en la puerta y me la devolvieron nada más entrar. Poco imaginaba entonces que ambas vocaciones llegarían a ser una misma, un mismo compromiso con Dios y con los hombres. Un mismo servicio a la Iglesia. Ignoraba que ya San Benito en su Regla, que me disponía a abrazar, parecía haber escrito un capítulo para mí, para esta situación un tanto singular. "De los artesanos del monasterio". Durante los primeros años de mi andadura monástica fui preparando nuevas exposiciones. Y en ellas, de forma espontánea, fueron apareciendo, aflorando, las características de mi nueva vida: La serenidad de una jornada ordenada a fomentar los valores del espíritu. El clima de silencio que favorece la interiorización, esa mirada hacia adentro donde se vive la plenitud del encuentro, del amor. La oración litúrgica que hace de la vida una alabanza, que canta la belleza del Inmutable. La alegre sencillez de los que viven asidos por la mano de la esperanza. La paz de los que se abandonan en brazos del Espíritu de la Verdad. La búsqueda de los valores trascendentes que dan contenido de eternidad a los más pequeños actos de la vida cotidiana. La búsqueda constante del Amado que descubre su paso de luz en el cruce de todas las penumbras.

       La respuesta del público fue sorprendente. Todos parecían apreciar una clara sensación de paz, de esperanza, de belleza en las cosas cotidianas que invitaba a percibir la huella de Dios en todas las cosas, la Presencia.

       La especial luminosidad de nuestro monasterio, la estética, la belleza incluso plástica de la liturgia fueron llevando mi trabajo por el camino de la luz, y ésta se hizo protagonista casi absoluta de mis cuadros. En ellos nunca me he sentido llamada a tratar el tema de asunto religioso. Siempre he pretendido hacer pintura religiosa desde el entorno común, aquella que sencillamente nos rodea. Religiosa porque llegue a ser capaz  de religar con el Absoluto la normalidad de la vida. Y porque ayude a descubrir en ella su belleza, patente hasta en los más pequeños detalles de su trabajo creador. Con ser tan importante en la Historia del Arte y en el servicio a la Iglesia, no me interesa la imaginería sino la imagen capaz de despertar la certidumbre esperanzada  en el Amor que nos envuelve.

       ¡Puedo decir que hay tanta hambre de Luz y de Paz en nuestro mundo! No podría contar los testimonios que de ello he recibido. El número de personas que me agradecen este tipo de trabajo, y me piden que siga realizándolo, es siempre un magnífico estímulo. Aunque lógicamente mi tarea, como cualquier otra, comporte esfuerzo, tenacidad y sacrificio. Creo que soy privilegiada.

       La Iglesia siempre ha contemplado el Arte como una extraordinaria herramienta de evangelización. Pero muy particularmente hoy se redescubre la importancia de su alianza en la labor apostólica, en el anuncio de la Buena Noticia. La Luz ha venido a nosotros y hora es ya de recibirla abriendo los ojos a la irradiación de su hermosura.

       Es grande y bueno para una monja cisterciense poder dar testimonio de la Luz-Belleza en el mundo de hoy. Sólo por eso valdría la pena ser monja. Pero también por mucho más.

       Vale la pena vivir la pobreza radical que tiene su única riqueza en la búsqueda sincera y perseverante de quien es nuestro tesoro escondido, el Único que puede llenarnos sin medida.

       Vale la pena tener libre el corazón para alcanzar un amor universal, fraterno y ocupado en lo único, en el Único necesario.

       Vale la pena imitar la actitud de quien dijo: "aquí estoy yo para hacer tu voluntad", para no ser víctima de las propias tiranías que azuzan la ansiedad.

       Vale la pena ser estable y dejar crecer las raíces para no estar a merced de la fragilidad, de la inconsistencia, de la veleidad que trivializan la vida.

       Son actitudes que percibo como una exigente llamada. Llamada que es a veces gozosa alegría que conforta, y a veces oscuridad que purifica.

       Soy monja porque quiero hacer de mi vida una respuesta a esa llamada que es misterio de amor, de intimidad. Pero también misterio de profecía para un mundo que, aún muchas veces sin saberlo, aspira a la liberación de sus miedos y esclavitudes, al amor puro y estable, a la vestidura blanca de los elegidos, de la que nuestra cogulla monástica quiere ser signo entre los hombres. Revestida de ella quiero hacer de mi vida un canto de alabanza a la Belleza que en su Presencia dure para siempre.

       También por eso soy monja.

       Mientras escribo ésto, Zaragoza chorrea borbotones de primavera colando su sol por la ventana de mi estudio. Ella enmarca el campanario sobre el que se alza la Cruz de la Vida.

       ¿Podría ser otra cosa?

       Sobre todo por eso soy monja.

                                                                                            ISABEL GUERRA

                                                                                 MONJA CISTERCIENSE